(DE GRANDES DIMENSIONES. TÉCNICA: ÓLEO SOBRE LIENZO)
La pintura era una ventana a una enorme sala diáfana repleta de cuadros, treinta y tres en total: el estudio de pintura del Maestro. El techo abuhardillado se sostenía con enormes y robustas vigas de madera de castaño tallada con motivos naturales y oscurecida por el barniz; de ellas colgaban delicadas esculturas móviles de cristal y alambres que centelleaban al contacto con el sol. La luminosidad del mediodía se colaba a borbotones por los altos ventanales modernistas y entre las hojas de las flores, helechos y plantas trepadoras que acicalaban las cristaleras, las vigas y el techo.
La luz, iridiscente, se derramaba por el espacio como si se tratara del mismísimo Parnaso.
El suelo era de baldosas modernistas ocres y azuladas con patrones circulares y tenía estrechos canales de inspiración árabe por los que fluía el agua con un rumor constante que iba a parar al arreate en la base de los ventanales y a la pequeña fuente de estilo almohade en el centro de la cristalera; el agua caía por ella en forma de cascada semicircular por los bordes y volvía a elevarse con un chorro cantarín liberándose así de su encorsetado recorrido.
El sonido debía de ser envolvente y relajante, una forma sencilla de ahogar con el latido cristalino de la madre naturaleza el TIC-TAC frente al lienzo en blanco.
Las paredes de escayola estaban salpicadas de espejos con marcos forjados de estilo barroco y cuadros de madera noble con intrincados tallados. Las obras que enmarcaban o reflejaban, de diferentes tamaños y estilos, colgaban a distintas alturas en aleatorio orden; algunas también permanecían apiladas en las paredes o contra los muebles decimonónicos que abrigaban los límites de la sala aquí y allá. También se podía ver una pequeña muestra de los famosos collages del Maestro en tres dimensiones, grandes esculturas y pequeñas figurillas de todo tipo de materiales y estilos, e incluso grabados desperdigados en una mesa de madera maciza contra la pared izquierda, junto a la primitiva maquinaria necesaria para ello.
Las obras parecían multiplicarse en los reflejos de los espejos y, cuando quiso darse cuenta, su atención ya había caído presa de las realidades paralelas ocultas en el lienzo que, poco a poco, se fueron dibujando frente a sus ojos como enigmáticas obras de arte independientes; las diferentes mise en abyme parecían estar conectadas mediante una caótica lógica que las ordenaba bajo a saber qué premisas. El espacio-tiempo no parecía ser relevante en su anárkica jerarquía. Todos los cuadros representados eran laboriosas copias a escala de obras reales del Maestro y, a juzgar por la evolución de su estilo y los temas, pertenecían a distintos lugares y etapas reseñables de su vida: una cuidadosa selección cuyas premisas y relevancia (auto)biográfica desconocía por completo. Teniendo en cuenta la base existencialista de las obras escogidas, seguro que eran la clave para interpretar el laberinto pisco-pictórico que Mnemea había ideado como clara alegoría de la enrevesada mente de su mentor.
Los cuadros y los reflejos de los cuadros dentro del cuadro empezaron a marearle hasta dejar de distinguir las obras del Maestro de su copia especular. Pese a su curiosidad, se vio obligado a dejar de escudriñarlas ante el riesgo de caer en un bucle visual del que estaba seguro que no podría salir sin ayuda de Mnemea.
En un claro guiño a Velázquez, el lienzo representaba al Maestro en último plano pintando… ¿al espectador?... un cuadro de medianas proporciones sobre un antiquísimo caballete con muescas, estrías y cicatrices de colores provocadas por el uso del tiempo. La obra inconclusa permanecía oculta al indiscreto observador que, al mismo tiempo, era el verdadero artista que la pintaba con la imaginación en el continuo ir y venir al otro lado del marco.
A diferencia de la obra capital de Velázquez, el Maestro ni siquiera miraba de reojo al espectador: o bien no le interesaba lo más mínimo su Público como quería hacer creer… cosa que dudaba dado su deífico Ego… o la metapintura no era el motivo principal de la obra, sino más bien una "simple" libación alegórica; ello le hizo pensar que TODO lo que estaba viendo era mera apariencia como acostumbraban en el Barroco y que, por tanto, estaba en lo cierto: el Maestro disfrutaba como un niño chico siendo contemplado, aquella obra de Mnemea seguro que era de sus favoritas y ni por asomo era de las mejores que había creado.
Pese a tamaña incertidumbre, lo más inquietante de la escena no era eso... el Demiurgo tenía los ojos cerrados.
El único que permanecía abierto, aquel por el que le miraba sin mirarle, era el Tercer Ojo de su frente: un grotesco globo ocular sanguinolento, brillante como un rubí líquido y cuya pupila, de un azul intenso y en calma, no parecía tener fondo. El humor vítreo no era tal, lo conformaban tendones blanquecinos y fibras de músculo sanguinolento, como si el ojo fuera solo la pupila que hubieran emergido de su psique profunda en doloroso parto atravesando a su paso hacia la consciencia materia gris, cráneo, músculo y piel, ajada y agrietada a su alrededor, en carne viva y muerta al mismo tiempo. Mirarlo fijamente resultaba de lo más inquietante, pero no pudo resistirse a su inherente misterio.
El Tercer Ojo del Demiurgo se le antojó igual de enigmático que la obra inconclusa que se traía entre manos; no le miraba directamente y de todas formas sentía que rompía la cuarta pared, que de alguna manera le estaba escudriñando el alma que no tenía… Dios lo ve todo, otra cosa es que le importe lo más mínimo…
El rostro del Maestro, en contraste con la violencia que había okupado su frente, permanecía hierático, sereno y sosegado; estaba en trance. Sus enormes manos empuñaban un viejo pincel y sostenían la paleta cual arma y escudo. Vestía unos pantalones árabes color oliva y una camisola de lino blanca manchada de pintura y abierta al pecho, velludo, como el de un viejo lobo canoso; pulseras de conchas marinas adornaban sus tobillos e iba descalzo, tenía los pies grandes y peludos como los de un hobbit.
Su blanca cabellera era admirable, muy abundante para su edad, se amontonaba en lo alto de la testa y alrededor de la cara escapando ondulada, rebelde y encrespada de la coleta semitrenzada que reposaba sobre su hombro izquierdo y caía hasta la cintura. Su barba florida, la virilidad de sus marcadas facciones, la espalda ancha como Castilla, la amplitud de su vasto pecho, los robustos y venosos antebrazos con la camisola arremangada y sus enormes manos de polifacético artista le transmitieron seguridad, autoridad, firmeza y vigor… ¡mera apariencia heteronormativa!... de joven se lo habría follado sin dudarlo un solo segundo y ese pensamiento fugaz le irritó la polla al instante; se consoló con que el viejo tenía los días contados por muy bien que se conservara o por mucho que el agua corriera a sus pies para amortiguar los pasos de la Parca.
Seguía sin saber qué pensar de aquella obra, su sesgo emocional e ideológico la empañaba y retorcía sus posibles interpretaciones; sin Mnemea allí para guiar su percepción no era justo que lo siguiera contemplando.
Seguro que lo estaba malinterpretando todo.
El lienzo transmitía ideas muy contradictorias: sabiduría y locura en el rostro del Demiurgo, virilidad y creación en su pose y su actitud; poder y sumisión en el juego con el espectador; el diáfano y vegetal entorno en claro contraste con los barrocos marcos de árboles muertos y espejos de metal que abarrotaban las paredes de la sala; el silente arrullo del agua cual clamoroso TIC-TAC, la relación entre el Barroco de los cuadros y espejos, el Romanticismo de los muebles y el exotismo del mundo árabe... y muchas cosas más que ni siquiera era capaz de hilvanar porque las múltiples mise en abyme conectadas entre sí por psico-pictóricos agujeros de gusano le mareaban la atención y le aturullaban los sentidos.
En realidad el cuadro le daba auténtico vértigo: eran DEMASIADOS estímulos al mismo tiempo.
¿Qué implicarían todas aquellas contradicciones? Eran tan desconcertantes como el Tercer Ojo del Demiurgo abierto de par en par e ignorante de todo lo demás, fija su pupila abisal en la obra inconclusa que tenía delante, ¿acaso era lo único que le preocupaba?, ¿crear la obra perfecta?, ¿cómo iba a ser perfecta si el artista que la creaba solo se (ad)miraba a sí mismo?
N.A.: quien mira el cuadro es el protagonista masculino negativo. Mnemea es la protagonista femenina.
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