(RETRATO DEL MAESTRO: BUSTO. TABLA DE MADERA DE GRANDES DIMENSIONES; TÉCNICA: CERA CON ESPÁTULA) Le atraparon por completo sus ojos ancianos de un azul intenso, brillante y líquido como un océano en calma bajo el implacable sol en su cénit; redondeados, profundos, serenos y venerables, rodeados de pliegues y de arrugas y aun así chispeantes de curiosidad y de vida. Los abrigaban unas cejas canas de vello grueso alborotado, anchas, enormes y pobladas que le otorgaban una solemnidad y firmeza inapelables a su recio rostro.
El pelo blanco, con todos y cada uno de sus rizos enredados y despeluzados en torno a la cara, le daba la apariencia de sabio loco que le precedía; sobre su hombro izquierdo reposaba una escuálida y larga coleta, otrora voluminosa, que se precipitaba trenzada hacia la mitad hasta perderse fuera de los límites del cuadro. Su regia mandíbula, su nariz ancha y pronunciada, sus pómulos aún inhiestos, su frente despejada y surcada de arrugas de enfado y de tristeza... guardaban una proporción y un equilibrio áureos. En sus duros rasgos todavía se podía adivinar el atractivo de su juventud, pese a los pliegues del tiempo y la expresión que le aportaban a cambio una honorable sabiduría.
Quizás por ello su gesto se le antojó serio y contemplativo, de lo más enigmático al estar medio oculto por una barba florida, nívea y poblada, que se extendía por parte del robusto cuello sin alcanzar a ocultar la abultada nuez en el justo medio; su cegadora blancura contrastaba de forma cuasi violenta con la tez tostada. Sus arrugas, como ondas concéntricas del tiempo y los vicios sobre su piel, otorgaban también a sus pétreas y viriles facciones cierto hálito de misterio; parecían cinceladas a dolor vivo, el corrosivo testimonio de un sufrimiento indescriptible o de una dicha, tan intensa y fugaz, que de ella solo quedaba la muesca de su tragedia y su efímera sonrisa como recuerdo. Sin embargo, nada de todo ello enturbiaba la belleza inherente en su rostro.
Pese a la edad que lo avasallaba, pese a la hosca severidad de su expresión y el terrible pesar que delataban las profundísimas cicatrices del Eterno Retorno insatisfecho… todo ello más bien parecía llevar su violenta belleza mucho más allá, elevarla por encima de la inmundicia, de lo caduco y lo banal.
El retrato en sí mismo era el reflejo fantasma de su belleza pasada y un firme alegato de su sabiduría presente.
Sus ojos desde luego no albergaban la mirada de alguien que se hubiera rendido, o de alguien que estuviera tan siquiera cansado: eran ojos de adolescente en un rostro demasiado viejo ya; pupilas que habían sufrido mucho más allá de su umbral de dolor, mucho más de lo que la mayoría deshumanizada podría soportar... y aun así permanecían líquidos como el día en que nació.
Cristalinos.
Mantenían la esperanza... ¿y la cordura?... cómo era posible. Aquel hecho inalienable era tan inexplicable y sugestivo como incongruente para alguien de su edad.
N.A.: retrato del Maestro de la protagonista femenina (Manish y, especialmente, de su alter ego creativo: Mnemea) y del protagonista masculino positivo (Hades). Quien mira el cuadro es el protagonista masculino negativo.
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